El sol apenas despuntaba en el horizonte cuando salimos de Cañuelas, con el aroma del mate recién cebado llenando el aire. La ruta 205, flanqueada por campos verdes y alambrados, nos guiaba hacia Lobos, a unos 50 kilómetros de distancia. La expectativa crecía: hoy nos aguardaba una experiencia que prometía conectar con las raíces más profundas de la pampa argentina.
Nuestra primera parada fue la Estancia La Candelaria, un ícono de la zona que combina historia y naturaleza. Esta estancia, fundada en el siglo XIX, es un testimonio vivo del pasado colonial argentino. Recorrimos sus jardines frondosos, diseñados por el paisajista Carlos Thays, y nos maravillamos con el castillo de estilo francés que parece sacado de un cuento. El guía nos relató historias de los antiguos propietarios, sus bailes fastuosos y la vida en el campo durante la belle époque. Pero lo que realmente nos cautivó fue la oportunidad de participar en una demostración de destrezas criollas: jinetes gauchos galopaban con una precisión asombrosa, mostrando su habilidad con las boleadoras y el lazo.
Al mediodía, el olor a leña quemada nos llevó hasta el quincho de la estancia, donde nos esperaba un asado tradicional. Costillares jugosos, chorizos caseros y un buen malbec de la región fueron el alma de una comida que se extendió entre charlas y risas. Los gauchos, con sus bombachas y botas de cuero, compartieron anécdotas de la vida en el campo, mientras una guitarra comenzaba a sonar, acompañada por una zamba que invitaba a mover los pies.
Por la tarde, decidimos explorar el centro histórico de Lobos. La Plaza 1810, rodeada de tipas y palmeras, es el corazón de la ciudad. Nos detuvimos frente a la Iglesia Nuestra Señora del Carmen, una joya arquitectónica con su fachada neogótica y vitrales que relatan la fe de la comunidad. Caminar por las calles adoquinadas de Lobos es como retroceder en el tiempo: casas bajas, almacenes de ramos generales y vecinos que saludan con una sonrisa franca.
Antes de que el día terminara, nos dirigimos al Parque Ingeniero Hiriart, a orillas de la Laguna de Lobos. Este lugar, ideal para los amantes de la naturaleza, nos regaló un atardecer de postal: el cielo se tiñó de naranjas y rosas mientras las garzas volaban sobre el espejo de agua. Alquilamos una bicicleta para recorrer los senderos del parque, sintiendo la brisa fresca y el silencio roto solo por el canto de los pájaros.
El día cerró con una cena en un restaurante local, El Consejo, donde probamos empanadas de carne cortada a cuchillo y un flan casero que fue el broche de oro perfecto. Mientras brindábamos con un último trago, reflexionábamos sobre cómo Lobos, con su calma y autenticidad, nos había permitido desconectar del ajetreo y reconectar con lo esencial.
Mañana, la aventura continúa hacia San Antonio de Areco, cuna de la tradición gaucha. Pero por ahora, Lobos nos deja con el corazón lleno y la certeza de que el campo argentino siempre tiene algo nuevo que enseñar.