La mañana comenzó con el canto de los gallos mientras dejábamos Lobos atrás, rumbo a San Antonio de Areco, a unos 110 kilómetros por la ruta 41. El paisaje seguía siendo un lienzo de campos infinitos, salpicados de vacas pastando y ombúes solitarios que se alzaban como centinelas de la pampa. La expectativa era alta: Areco es conocida como la cuna de la tradición gaucha, y hoy íbamos a descubrir por qué.
Llegamos al pueblo cerca de las 10 de la mañana y nos dirigimos directamente al Museo Gauchesco Ricardo Güiraldes, un lugar emblemático que rinde homenaje al autor de Don Segundo Sombra, una de las obras más representativas de la literatura gaucha. El museo, ubicado en una estancia restaurada, nos transportó al pasado con sus carruajes antiguos, herramientas de campo y una colección de ponchos que parecían contar historias de jinetes y fogones. Afuera, los gauchos del lugar nos mostraron sus habilidades con el caballo, haciendo malabares con las riendas que nos dejaron boquiabiertos.
Luego, caminamos hacia el centro del pueblo, donde las calles empedradas y las casas coloniales nos dieron la bienvenida. Nos detuvimos en el Taller de Platería Draghi, un espacio donde el arte de trabajar la plata se mantiene vivo. El maestro platero nos explicó cómo se forjan las piezas tradicionales, desde hebillas hasta mates, con una precisión que mezcla técnica y pasión. Compré un pequeño cuchillo con mango de plata como recuerdo, un pedacito de Areco para llevar a casa.
El hambre empezó a apretar, así que nos sentamos en La Esquina de Merti, una pulpería clásica con mesas de madera y paredes adornadas con fotos de antaño. Pedimos una picada con salame, queso y un vermú, seguida de un bife de chorizo que se deshacía en la boca. Entre bocado y bocado, un grupo de músicos locales comenzó a tocar un chamamé, y el ambiente se llenó de alegría tranquila.
Por la tarde, decidimos relajarnos a orillas del Río Areco, que atraviesa el pueblo con su curso sereno. Alquilamos unas sillas y una sombrilla en un parador cercano, y pasamos unas horas contemplando el agua mientras charlábamos con pescadores locales. Uno de ellos, Don Raúl, nos contó historias de su infancia en el río, cuando los chicos del pueblo competían para ver quién nadaba más rápido hasta la otra orilla. El sol brillaba suave, y la brisa traía el aroma de los eucaliptos que rodean la zona.
Antes de que el día terminara, visitamos el Parque Criollo, un espacio que recrea la vida en una estancia tradicional. Allí, participamos en una clase improvisada de folklore: una pareja nos enseñó los pasos básicos del gato y la chacarera, y aunque nuestros movimientos eran torpes, las risas no faltaron. El atardecer nos encontró compartiendo mates con otros viajeros, mientras el cielo se teñía de dorado y los últimos rayos de sol se reflejaban en el río.
La cena fue en Almacén de Ramos Generales, un restaurante que combina lo rústico con lo gourmet. Probamos una milanesa a caballo, coronada con dos huevos fritos, y un vino tinto de Mendoza que cerró la noche con elegancia. Mientras brindábamos, no podíamos evitar sentir que San Antonio de Areco nos había dado mucho más que paisajes: nos regaló un pedazo de su alma gaucha.
Mañana, nuestro viaje seguirá hacia Córdoba, pero hoy nos despedimos de Areco con el corazón agradecido y los recuerdos llenos de polvo, risas y tradición.