El amanecer en Villa General Belgrano me despide con una brisa fresca que baja de las Sierras Chicas, cargada del aroma de los pinos y el dulzor de los panificados recién horneados. Desayuno en la confitería Budapest, donde pruebo un strudel de manzana que me transporta a los Alpes, y luego cargo mi mochila en el auto para poner rumbo a Alta Gracia, a unos 85 kilómetros al norte, en el corazón del valle de Paravachasca. El trayecto, serpenteante y flanqueado por cerros verdes, promete un día de inmersión en la historia jesuítica, la música revolucionaria y los sabores cordobeses.
Conduzco por la ruta provincial 5, atravesando pequeños caseríos y paisajes que alternan entre llanuras y elevaciones suaves. Paso por La Cumbrecita, un pueblo peatonal de aire alpino donde el tiempo parece detenido, y hago una breve parada en Los Reartes, un rincón serrano con casas de adobe y un río cristalino que me tienta a mojar los pies. En el almacén El Viejo Sauce, compro un salame artesanal y un frasco de miel de la zona, perfectos para un picnic improvisado más adelante.
Llego a Alta Gracia al mediodía, cuando el sol ilumina las casonas coloniales y las calles adoquinadas del casco histórico. Esta ciudad, fundada en 1588, es un crisol de historia y cultura, conocida por su pasado jesuítico y by ser el hogar de dos figuras icónicas: el compositor Manuel de Falla y el joven Ernesto “Che” Guevara. Estaciono cerca de la plaza central, Plaza Solares, y comienzo a caminar, dejando que el ritmo tranquilo de la ciudad me guíe.
Mi primera parada es la Estancia Jesuítica de Alta Gracia, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Este complejo, construido en el siglo XVII por la Compañía de Jesús, es un testimonio vivo de su influencia en la región. Recorro el Museo Histórico Nacional Casa del Virrey Liniers, ubicado en el antiguo casco de la estancia, donde las salas exhiben muebles de época, herramientas agrícolas y objetos religiosos. El guía me cuenta cómo los jesuitas transformaron estas tierras en un centro productivo, con molinos, hornos y sistemas de riego que aún se conservan. Afuera, el Tajamar, un embalse artificial del siglo XVII, refleja los sauces y el cielo despejado, y me siento un momento a contemplar el paisaje.
A pocos pasos, la Iglesia Parroquial Nuestra Señora de la Merced me sorprende con su fachada barroca y su interior sereno, donde la luz se filtra por vitrales antiguos. Me detengo en el atrio, imaginando las procesiones que alguna vez animaron estas calles, cuando los gauchos y los pobladores se reunían para las fiestas patronales.
El hambre empieza a apretar, así que sigo la recomendación de un vecino y llego a Parrilla El Establo, un restaurante familiar en la avenida Belgrano. El aroma del asado me recibe antes de cruzar la puerta. Pido un bife de chorizo jugoso, acompañado de papas fritas crocantes y una ensalada de tomate y rúcula. De postre, me tiento con un flan casero con dulce de leche, servido con una sonrisa por la dueña, quien me cuenta anécdotas de la ciudad mientras me trae un cortado. La experiencia es tan cálida que me siento como en casa.
Con el estómago lleno, visito el Museo Casa del Che Guevara, una de las joyas de Alta Gracia. La casa donde Ernesto Guevara vivió parte de su infancia y adolescencia está convertida en un museo que narra su vida desde sus días en Córdoba hasta su transformación en el revolucionario que marcó la historia. Las fotos familiares, las cartas manuscritas y la bicicleta con la que recorrió la región me acercan al lado humano del Che. Una vitrina con su inhalador me recuerda su lucha contra el asma, mientras que los testimonios de sus vecinos pintan a un joven curioso y amante de las sierras. La visita es emotiva, y salgo con una mezcla de admiración y reflexión.
Para bajar la intensidad, decido explorar el Museo Manuel de Falla, dedicado al célebre compositor español que vivió en Alta Gracia entre 1942 y 1946. La casa, sencilla y rodeada de un jardín frondoso, conserva el piano donde Falla compuso algunas de sus últimas obras, además de partituras, discos y objetos personales. Una grabación de El amor brujo suena de fondo, y por un momento me siento transportado a la España de principios del siglo XX. El museo es pequeño pero profundamente evocador, un homenaje al genio que encontró refugio en estas tierras.
El atardecer me encuentra en el Parque García Lorca, un espacio verde junto al arroyo Chicamtoltina, ideal para relajarme. Compro unas empanadas de carne cortada a cuchillo en La Empanadería, un local sencillo en la calle España, y me siento bajo un algarrobo a disfrutarlas mientras el sol tiñe de naranja los cerros. Observo a los chicos jugando en el parque, las familias paseando, y el aire lleva el perfume de las flores silvestres. Es uno de esos momentos en los que el viaje se siente perfecto.
Para cerrar el día, reservo una mesa en Bistro Serrano, un restaurante que combina la cocina cordobesa con toques gourmet. Pruebo una cazuela de cabrito con hierbas serranas, acompañada de un torrontés bien frío de una bodega de Cafayate. El ambiente es acogedor, con paredes de piedra y velas que crean una atmósfera íntima. Mientras saboreo el postre, un mousse de chocolate amargo, planeo la próxima etapa: mañana seguiré rumbo al norte, tal vez hacia Jesús María o Córdoba capital, donde la historia, la música y los sabores seguirán tejiendo este relato por el corazón de Argentina.
Dónde quedarse: En Alta Gracia, recomiendo la Posada Sierras de Córdoba, una casona con vistas a los cerros, ideal para descansar en un entorno tranquilo. Otra opción es el Hotel La Curva, más céntrico y con un estilo moderno pero cálido.
Consejo del viajero: Llevá calzado cómodo para caminar por el casco histórico y los senderos del Parque García Lorca. Si visitás en mayo, abrigate para las noches frescas de las sierras.